Opiniones

27/2/2008

Fuente: La Nación

Job, nuestro contemporáneo

Por Eduardo Fidanza
Para LA NACION


Días atrás, en una entrevista publicada por LA NACION, el padre de Ariel Malvino, el joven asesinado en Brasil en 2006, declaró: “Dios tiene una deuda con nosotros. No tendría que haber permitido lo que pasó”.

Con su dolor y su reproche, este hombre dio de lleno en una cuestión que ha quitado el sueño a teólogos y a filósofos durante siglos: ¿Por qué existe el mal, bajo la forma de la desgracia inmerecida, y por qué, en definitiva, sufren y mueren los inocentes sin que Dios pueda o quiera impedirlo? En el origen, Epicuro planteó este problema en términos crudos: “O Dios quiere evitar el mal, pero no puede, y entonces es impotente, o puede y no quiere, y entonces es malo; pero tanto en un caso como en otro no sería Dios”.

La pregunta interpela por igual a creyentes y a no creyentes. A los que creen, porque el objeto de su fe es un Dios infinitamente bueno y omnipotente, incompatible con el mal que se enseñorea en su creación. Y a los que no creen, porque el sentido común no admite el padecimiento del inocente. La muerte arbitraria de una persona joven o de un niño, y tantas otras desgracias parecidas, alteran la racionalidad elemental que atribuimos al mundo.

Cuando esa certidumbre se quiebra sobreviene el sinsentido. Quedamos anonadados. Y preguntamos: ¿por qué a él (o a ella), un inocente? No podemos entender la terrible disparidad entre mérito y destino. Entonces, el enojo, la recriminación rebasan el dolor. Aunque con otras palabras, y en circunstancias distintas (uno es deudo, el otro sufre en carne propia), el testimonio de un rehén de las FARC recuerda al de Malvino: “No es el dolor físico, no son las cadenas que llevamos colgadas al cuello ni las permanentes enfermedades. Es la agonía mental causada por la irracionalidad de todo esto, el enojo que produce la perversidad del malo y la indiferencia del bueno”. Impotencia, ira, rebelión ante el sufrimiento absurdo: respuestas actuales que nos llegan desde los confines de la historia.

Una vez que el universo racional diseñado por el Iluminismo empezó a naufragar, exponentes clásicos de las ciencias sociales y la filosofía pusieron el foco en la irracionalidad del mundo. En El malestar en la cultura, Freud ubicó tres fuentes de donde proviene el sufrimiento: el cuerpo propio, que “destinado a la ruina y a la disolución no puede prescindir del dolor y la angustia”; el mundo exterior, “que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas despiadadas”, y los vínculos con otros seres humanos. Sobre esta tercera fuente, el campo en el que se desplegó el psicoanálisis, escribió Freud: “Es tal vez más dolorosa que cualquier otra”.

Cuando reflexionamos acerca de la desgracia del inocente, vemos que por lo menos dos de los tres motivos freudianos del sufrimiento lo involucran: el vínculo con los otros y las fuerzas del mundo exterior. Ahora bien: del vínculo con los demás deberemos descartar las relaciones neuróticas con nuestros pares –esa inevitable banalidad–, para centrarnos en el tipo de padecimiento específico que incumbe al inocente: el que proviene de la explotación, el asesinato, la tortura, el abuso, la esclavitud, la segregación, el terrorismo y la guerra colonial, entre otros. Todas estas situaciones tienen un rasgo en común: la absoluta asimetría de poder que separa al victimario de la víctima. Y la desmesurada maldad que aquel desata sobre ésta.

Empecemos por considerar la fuerza destructora de la naturaleza, como expresión de las amenazas del mundo exterior. Con la salvedad relevante de que los países ricos están mejor precavidos contra ella, hemos visto últimamente, en los lugares menos pensados, los efectos catastróficos de este poder impersonal, bajo la forma de tsunamis, terremotos, huracanes, incendios, sequías e inundaciones. Miles de muertos sin sentido.

Los desastres naturales, con su inaudita arbitrariedad, fueron capaces de cambiar la visión de los filósofos y la autocomprensión de las épocas. Voltaire, un paradigma del optimismo ilustrado y del goce de la vida, viró al pesimismo al constatar los estragos del terremoto que destruyó Lisboa el 1° de noviembre –¡Día de los Inocentes!– de 1755. El filósofo escribió entonces: “Cien mil hormigas, nuestro prójimo, aplastadas de golpe en nuestro hormiguero, y la mitad de ellas pereciendo, sin duda, con angustias atroces… ¡Qué triste juego de azar es la vida humana!”.

En cualquier caso, el sacrificio de los inocentes requiere una justificación. Siempre ha sido así, y nadie se exceptúa. Aunque tal vez los desastres humanos requieran justificaciones más elaboradas que los de la naturaleza. George Bush las necesita no menos que Ben Laden; una religión que somete a las mujeres tanto como un dictador; un acosador moral, igual que un educador cruel. Pero no se trata sólo de la guerra o de las patologías sociales: la civilización actual ha sido comparada con un carro desbocado, que marcha sin control y es incapaz de garantizar la seguridad y la vida. Que lo digan si no las víctimas de accidentes de tránsito, de catástrofes ambientales o de hambrunas.

Refiriéndose al origen sociológico de las grandes religiones, enseñó Max Weber que todas ellas construyen e instauran relatos justificadores de la existencia del mal. Hay que explicar a los creyentes el escándalo: por qué con tanta frecuencia les va mejor a los malos que a los justos, a los que niegan a Dios que a los creen en él y cumplen sus preceptos. La filosofía y la teología denominaron a esos discursos “teodiceas”. La sociología los ha llamado a veces “sociodiceas” o simplemente ideologías, en el sentido clásico que el marxismo le dio a esta expresión. Las teodiceas explican el mal para exculpar a la divinidad; las sociodiceas, al poder. El mal es puesto afuera, en el otro o en el mundo, y requiere castigo: el pecador o el enemigo deben escarmentar. No nos sorprendamos: el “algo habrán hecho” proviene del fondo de la historia humana. Es el recurso que usa el poder para librarse de la responsabilidad y legitimar sus atropellos.

Sin embargo, el que sufre sabiéndose inocente no permanece pasivo. El poder –natural, divino o humano– le retira la palabra, lo atormenta, pero él, aun en secreto, clama. El padre que perdió a su hijo, la explotada, el torturado, la mujer abusada, tantos humillados que padecen y se rebelan, sin comprender la injusticia de su destino, nos retrotraen a Job, devenido a través de ellos en nuestro contemporáneo.

Job es el símbolo del sufrimiento injusto. El terrible Dios de los profetas lo despoja de su felicidad, para sumirlo en los peores tormentos: “Gusanos y costras polvorientas cubren mi carne; mi piel se agrieta y supura”. Sus amigos le exponen los motivos de su desgracia: Dios ejerce la pedagogía a través del dolor. Si hay sufrimiento, es que hubo pecado. Dios hace prosperar al justo y hunde al impío en la ruina. Y le aconsejan: debes acatar y someterte a sus designios. Pero Job rebate uno a uno esos argumentos y reivindica, inmutable, su inocencia: “¡Lejos de mí darles la razón a ustedes! ¡Hasta que muera, no renunciaré a mi integridad! Me aferré a mi justicia y no la soltaré: mi corazón no se avergüenza de ninguno de mis días”.

La porfía de Job logra su recompensa. Yahvé finalmente lo reconoce, descalifica a sus amigos, le restituye sus bienes. La historia del justo sometido tiene un final feliz. El testimonio de Job nos instruye: resistió el tormento, se negó a intercambiar integridad por alivio. No permitió que lo convencieran. Y alcanzó la justicia.

Pero la historia fáctica, a pesar de sus avances, parece más sórdida que el Antiguo Testamento. El terrible Dios se ha humanizado, la sociedad evolucionó, la ciencia y la tecnología mejoraron nuestra vida. No obstante, aún sufren y mueren demasiados inocentes. Auschwitz, Hiroshima, los gulags pertenecen a nuestra época, no a la Edad Media. Las Torres Gemelas e Irak son un fruto amargo del siglo XXI.

Para filósofos y teólogos el sufrimiento del inocente sigue siendo un problema insoluble. Una aporía, como ellos la llaman. Intentando ir más allá de la especulación, el filósofo Paul Ricoeur distinguió tres planos convergentes para afrontar el mal: el pensamiento, que debe buscar, más que una solución, una respuesta; la acción ética o política, que tiene que procurar la disminución de la violencia para hacer descender la cantidad de sufrimiento en el mundo, y el sentimiento, que intentará elaborar el duelo (cuando hay sufrimiento hubo pérdida) y reconciliarse con Dios, sin considerar lo que él puede darle o quitarle al creyente.

Suena al dicho “a Dios rogando y con el mazo dando”: un atajo en el que el sentido común y la filosofía parecen encontrarse. Ricoeur intenta allanar el problema. ¿Qué haremos nosotros, que no somos filósofos? Tal vez podamos, sin moralismo ni jactancia, mitigar el sufrimiento injusto. Enfrentando los abusos, denunciando la inequidad, presionando a los gobiernos, luchando contra la locura y la violencia de un mundo desbocado.

La deuda de Dios con los inocentes es un misterio. La que tenemos nosotros con ellos es una certeza ineludible. El Job de nuestro tiempo sigue pidiendo justicia.


El autor es sociólogo y profesor de la Universidad de Buenos Aires.

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¿Inocente o culpable?




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