Opiniones

8/6/2007

Fuente: Política y Desarrollo

Sobreabundancia procesal para un sacerdote

Grassi es la sombra de una persona humana, despojado de sus derechos esenciales por un juicio que no se ventiló ante un Tribunal de Justicia sino ante una mega empresa: el Grupo Clarín, a través de su diario y de Canal 13 de televisión.


Escribe Martín Carrasco Quintana

Desde hace mucho resulta inoficioso todo lo que se resuelva respecto del padre Julio César Grassi, porque fue condenado hace tiempo por un grupo periodístico que influyó en la opinión pública de manera tenaz e insidiosa.

Después de un largo estudio, la Suprema Corte de Justicia de la provincia permitió que el principal testigo en el caso del padre Julio César Grassi pudiera intervenir en el proceso en calidad de particular damnificado.

Hasta allí, la síntesis de la noticia brindada recientemente. Como se sabe, el sacerdote Grassi está procesado por el presunto delito abuso deshonesto y corrupción de menores; anteriormente, se había hecho conocido por su creación, el hogar Felices los Niños y por los lugares en los que buscaba fondos para su obra de protección de menores sujetos a la exposición y a la violencia.

En realidad, nadie que no conozca la causa puede decir concretamente si lo decidido por la Corte es válido o responde a una injusticia. Que el joven acusador que se hace llamar Gabriel resulte ahora y a la vez principal testigo y particular damnificado, asusta un poco, porque la resolución le permite un dominio singular en el campo operativo del juicio.

Pero, como se dijo, no se sabe si no se conoce el juicio, si es justa esta ratificación de lo que oportunamente había dispuesto la Sala II del Tribunal de Casación Penal de la provincia, integrada por los jueces Carlos Mahiques, Jorge Celesia y Fernando Manzini.

Y no es dable opinar sobre el punto, porque ya se ha opinado demasiado sobre este proceso, por un simple conocimiento de oídas, por pálpito y por simple animosidad.

Es cierto que este joven Gabriel es, por lo menos, errático: pasa de acusador a arrepentido; acusa, se desdice, renuncia y retoma.

Pero el daño ya está hecho. Grassi es la sombra de una persona humana, despojado de sus derechos esenciales por un juicio que no se ventiló ante un Tribunal de Justicia sino ante una mega empresa: el Grupo Clarín, a través de su diario y de Canal 13 de televisión.

Hace ya mucho, el padre Grassi ha sido prejuzgado y precondenado. Se entiende que sólo después de una sentencia firme se puede determinar si alguien cometió un determinado delito.

Si nos encontráramos en una sociedad apaciguada, así sería. Pero sabemos que no es así: estamos sumidos desde hace mucho en un problema de base que es esencialmente moral. Tiene consecuencias económicas y sociales, pero es moral y no hay cambio en este punto.

Entonces, también sabemos que es tiempo de acusar a algún ministro de cualquier credo para generar no expectación, sino expectativa y consecuente condena pública.

No es cierto que el padre Julio César Grassi resultará culpable o inocente a través de lo que oportunamente diga el tribunal Oral número 1 de Morón, competente en este demorado proceso.

¿Alguien puede ser tan inocente como para creer que ese cuerpo judicial resolverá algo? Pues no, porque sin importar el veredicto, el padre Grassi no podrá hacer nada más en su vida. Es un condenado en alta exposición, cuyas facciones son conocidas.

Si el Tribunal de Morón llega a la inocencia -aún por insuficiencia de pruebas-, el sacerdote seguirá siendo culpable de un delito infamante, porque así se indujo en la opinión pública con marca de fuego.

Más aún: en la hipótesis más que remota de que los juzgadores decreten esa inocencia, los integrantes del cuerpo pasarán a ser, Grupo Clarín y sus corifeos mediante, corruptos, cómplices, débiles, ineptos o clericales, lo que más guste expresar.

Hace un tiempo, antes de que el infierno tan temido se abalanzara sobre Grassi, cuando era sólo un curita simpático, de suaves modos, que conseguía dinero para su obra de caridad en los medios públicos, algunos avisados temieron por él y por su trabajo.

En general, los que andan por los pasillos de esos medios son personas de probada ambición material. Uno los ve, capaces de vender un hijo por dos puntos en la medición de audiencia. Cuando de dinero se trata, pues pierden el control.

Eso ocurrió con Grassi: hizo acuerdos públicos, pero no cerró los tratos privados tan usuales en esos espacios de poder. El día que reclamó públicamente lo que se le debía, cavó su fosa. Cayó víctima de su propia inocencia.

Grassi ya estaba condenado el día que Susana Giménez le preguntó en cámara -ante la demanda de una fuerte cifra- si quería alojar a los chicos pobres protegidos en un Sheraton Hotel.

La ironía que enmascaraba una especial inquina fue el único desboque del equipo deudor. Después, fue el silencio del sector.

Y comenzó el ruido desde otro ángulo de la pantalla: la sola acusación, un único testimonio, muy difundido por Canal 13 y los que recogían con humor poco fino otros canales, bastó para la condena: Grassi pasó a ser un sujeto repulsivo -como lo son los probadamente corruptores- antes de que interviniera algún juez con mandato para intervenir.

En una semana, el sacerdote sobre el que nunca sabremos si realmente es lo que se asegura que es, pasó por la picota de un vocabulario bestial y quedó destruido.

Si hasta dan ganas de pedir el cierre del proceso por razones de economía procesal.

Martín Carrasco Quintana

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E N C U E S T A
Padre Grassi:
¿Inocente o culpable?




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