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23/8/1998

Fuente: La Nación

PUERTO LIBRE
La vergüenza y el rating

Por Orlando Barone
 

Una empresa llamada Comunicación Dura -Hard Communication- se empeñó, paradójicamente, en una misión blanda: la de ayudar a los niños. Y dos de sus referentes más notorios, Jorge Born y Rodolfo Galimberti, que hace más de veinte años fueron el secuestrado y su secuestrador, respectivamente, son ahora socios.

Igual de paradójico es que una mujer de crónica oscura -Amira Yoma- se empeñe ahora en una misión diáfana, como empleada de los Cascos Blancos, esfuerzo caritativo y planetario que pretende llegar a los pobres del mundo y no alcanza a llegar a los pobres de la vuelta de la esquina.

La contradicción (lo dice Aristóteles) excluye cualquier vía intermedia. También la paradoja. Y aunque Amira vive en un palacio irá a trabajar por 1700 pesos. A lo mejor lo hace por la patria. Su regreso es menos triunfal que mediático. Acaso sea ésta la gratificación que ella espera; aunque, si se comparan las antiguas fotografías con su imagen actual, la duda sería inmensa: ¿es ella la que vuelve o es alguien que usurpa su lugar, con un vago parecido a aquella que vino de La Rioja con una valijita modesta y de marca todavía inocente? Su destino morfológico coincide con la transformación irrefrenable del mundo moderno.

Hasta hoy sólo existía la reencarnación, pero ahora existe la mutación incesante. Un nuevo estado físico-espiritual sobre el que resbala la identidad de los mutantes, como si ellos quisieran escaparse de sí mismos sin lograrlo, por más que vayan cambiando de caras, de labios y de pómulos: el alma es inmortal y no cambia nunca. En el caso de Susana Giménez, la estrella más popular de la Argentina (cuyo esplendor se mide por el rating y no por el mérito artístico) la contradicción surge de su naturaleza. Se hizo aún más diva cuanto más oscuros fueron sus escándalos, de los que siempre sobrevivió como una víctima que de inmediato recupera su reino.

No hay -no creo que haya- ningún tipo de estudio acerca de qué grado de blindaje, qué espesor de impunidad o qué densidad de resistencia tiene una diva para lograr sobreponerse a los impactos sombríos que la acusan, o a las culpas que le conciernen. El éxito, salvo en el caso de los genios o los héroes, es siempre un misterio. La palabra éxito viene del latín exitus (resultado) y de exire (salir). ¿Salir de la masa? ¿Salirse del rebaño? ¿O simplemente salirse pero con éxito? Muchos son los súbditos del éxito. Hasta un sacerdote como el padre Grassi, que debería ser sabio respecto de la condición humana, por no resistirse a esa atracción acabó empujado a las páginas policiales. El padre se excede en candor cuando cuenta públicamente que Susana le regaló un chocolate gigante, que había recibido de una empresa, para que lo comieran sus niños. Pasó por alto qué parte de la dádiva se debe a la ternura y cuál al rigor de la dieta, y cuántos chocolates gigantes podrían comprarse sólo con el costo de los pasajes de Jazmín de un país a otro. En una carta publicada el jueves último en La Nación, la lectora María Sáenz se pregunta: "¿Los cientos de rosas que recibía diariamente Susana Giménez de Hard Communication también se los descontaban a la Fundación Niños Felices?".

Susana Giménez es el símbolo del éxito. No el de la moral, la santidad, el altruismo, la inteligencia o el arte. No se lo propuso, ni sus adoradores se lo han exigido. Por eso es probable que aun en este trance siga teniendo adhesiones inmensas. Sin hacer comparaciones brutales, cuando la Revolución Libertadora reveló que en el placard de Eva Perón se almacenaban cientos de vestidos carísimos y cientos de pares de zapatos, la gente que amaba su recuerdo la adoró todavía más que antes.

A la atracción de un individuo sobre las masas se la llama carisma. O magia. Atributo antes adjudicado a los santos y ahora a esa clase de éxitos para los cuales no hay ningún argumento racional que prospere. Es cierto que Eva Perón abarcó en su abrazo a una multitud de desposeídos, pero a cualquier otra mujer o individuo que hiciese lo mismo nada le augura igual consagración mítica. El rating (esa palabra vaga y vacía que suena a masa y es discriminatoria del individuo) entroniza a Susana Giménez. Eso es obra suya. La de Amira es una obra de familia. Susana logró vencer a un campeón mundial de box. Ganó batallas que hubieran sepultado a cualquiera: la del Mercedes-Benz para inválidos y la de su última historia matrimonial, donde para ganar tuvo que perder diez millones de dólares: la mitad de la cifra que pagan anualmente miríadas de televidentes pobres para hablar por teléfono a su programa e ilusionarse con que ella los atienda. Al otro lado, en algún lugar al fondo de la línea, alguien con un parche en el ojo y un discurso filantrópico en letra chica cuenta los pulsos mientras se le hace agua la boca. Es una lástima que en esta última batalla sus involuntarios contrincantes sean los "niños felices" que igual deben seguir viéndola por televisión atados a la pantalla como las mariposas de noche a la luz de una lámpara. Es curioso, ella sigue siendo una diva como aquellas de la época de los teléfonos blancos aunque los circuitos interiores sean negros, al menos para el común de la gente, que desconoce cuál es el vértigo tecnológico que acaba en la factura que se paga. Ese acto de fe -casi tan sagrado como la creencia en las grandes religiones- deja el campo abierto al trabajo especializado de los especuladores.

Amira, en tanto, todavía espera probar que haber sido elegida para el cargo que ocupa fue para el país un acierto. Ojalá que el dominio que ella tiene del idioma árabe sea superior al que tenía su ex marido de la lengua española. Los Cascos Blancos se pueden manchar en seguida, al menor signo de torpeza. El éxito y el mito, en cambio, son más resistentes.

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